Esta obra abre un espacio que ha sido muy ligeramente tocado por nuestra historiografía: la participación de negros y negras libres como en la identidad nacional boricua. La obra enaltece a su autora y rompe mitos, abriendo caminos a la compresión del pasado puertorriqueño. En la educación fueron muchos los maestros y maestras negras del país que enseñaron tanto a niños blancos como negros; algunos fueron periodistas y escritores y dramaturgos. Es grande la contribución en la música y en las bellas artes, no de ritmos africanos o de sus derivados puertorriqueños, sino también en aquella que llegaba de Europa y que surgió, como la danza, por una asimilación de sonidos particulares al oído boricua. En el mundo del trabajo agrícola, doméstico y urbano, su contribución fue mayor que la que realizaban los esclavos, poco numerosos hacia la década de 1860-70. También había hacendados y profesionales y sus niveles sociales pasaban desde la madre mulata o negra de Román Baldorioty de Castro que lavaba ropa para que su hijo fuera a la escuela a los antepasados negros de Ramón Emeterio Betances que le pudieron enviar a estudiar a París. Negros y negras libres eran trabajadores, comerciantes, vendedores de lugar y de rutas, estibadores y campesinos. La historiografía puertorriqueña ha seguido el modelo establecido por otros países del Caribe, donde la esclavitud fue esencial para el desarrollo económico y el trabajo. En esta literatura se les da un enorme énfasis a los esclavos de la Isla quienes se convierten en el centro de toda la atención académica y educativa creando una mitología esclavista en un país donde la obra de María González la elimina.